Sentada en el banco del parque al sol de media mañana, me
reincorporo sobre mi libro para admirar lo verde del camino. Y ahí está el
abuelo con su pequeña nieta de abrigo rojo cubierta. Le coge el dedo derecho de
su mano y le regala la sonrisa más dulce y cariñosa de la historia. La niña
encaramada al precipicio que suponen las alturas de estar erguida sobre dos
piernas, se agarra fuerte a su apoyo. Da un paso, da dos pasos y se para
mirando al suelo, como si al descubrir que puede hacerlo cambiara su visión del
mundo. Corretea como puede sin soltar el dedo. Su abuelo ríe despreocupado.
Ella lo mira desde allá abajo y se deja caer de culo contra el suelo. Poco
después el hombre la coge en brazos y la lleva hasta el carro donde conseguirá
que sus ojos de princesa reposen durante una larga siesta. Es esa inocencia la
que echamos de menos cuando nos hacemos responsables de crecer. Es la lejanía
de esos momentos la que hace que sintamos pánico de una infancia que nunca va a
volver. El banco en el que estoy sentada empieza a helarme las entrañas, cierro
el libro y me ato mi abrigo rojo. En algún momento fui aquella pequeña a brazos
de su abuelo, regalándole la sonrisa más dulce y cariñosa de la historia.
Vuelvo a casa, aunque él ya no esté.
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