jueves, 15 de noviembre de 2018

La taza humeante


Es miércoles, y se oyen las gotas de lluvia caer sobre el asfalto y los paraguas. Mi taza de café humeante me acompaña, como cada mañana. Ha vuelto la calma, aunque en el cielo se vislumbre tormenta. Nos hicieron soñar y creer que todo era posible. Que con unas manos trabajadoras y un cerebro lleno de información y poca practicidad, seríamos los reyes de nuestras vidas. Conseguiríamos una casa, un coche, mil viajes, que disfrutaríamos de la vida con las posibilidades por las que lucharon y se manifestaron nuestros abuelos. Pero mis dos abuelos perecieron, y con ellos parece que también murió todo por lo que lucharon. Nos topamos con la realidad contraria. El neoliberalismo nos vendió una publicidad falsa, unas promesas que no se van a cumplir. Y aunque soy consciente cada día de mi vida, a veces, sin quererlo, te tropiezas con algunas piedras que te recuerdan, que pese a tu actitud no todo es tan bonito como creías. Te tropiezas con la dificultad fulgurante de que con 30 años no te puedas permitir, en pareja, y con una situación de estabilidad, más por uno que por otro, comprarte una casa. Derecho de cualquier ciudadano, el derecho a la vivienda, a vivir con paz y tranquilidad. Entonces esa piedra me recuerda que mi generación, con alguna excepción suertuda, se incorporó tarde al mercado laboral, porque la crisis que nos tocó vivir lastró las promesas que nos hicieron. Cuando, algunos de nosotros, tampoco todos, nos incorporamos al trabajo, nos encontramos con sueldos bajos, lejos de tener nada que ver con la sobre preparación que se nos ha exigido y se nos sigue exigiendo. Esto mermó las posibilidades ahorrativas de los jóvenes, que como hoy yo, se plantean comprar una casa y/o formar una familia. No se valora nada más allá de lo económico. Me enamora mi trabajo, pero no se valora que trabaje bastantes fines de semana, que me recorra la geografía, que sepa valenciano, castellano, inglés y si hace falta saque el poco francés oxidado que me queda del instituto. Que sepa locutar, montar vídeos, escribir textos, maquetar…Que sea periodista y haga un 60% de tareas que nada tienen que ver con el periodismo, porque hay que poder pagar facturas, comer y vivir. Porque no es importante que mi pareja cree con su empresa puestos de trabajo ni que yo desde mi humilde rincón de la comunicación trabaje cada día por mejorar la sociedad y visibilizar a las personas más estigmatizadas. Porque esto no tiene valor, el valor está en los ingresos que uno tiene, en las monedas que hay en el banco, en los ahorros que son a veces imposibles y otras muy complicados de conseguir. Se nos sigue exigiendo ganar más, tener más. Y tu valía como persona, como trabajador no es ni secundario, ni terciario…porque queda a la cola de cualquier lista de prioridades. Y me enfado, me indigno y me cabreo. Entonces me detengo a ver el vídeo que me manda mi hijo saharaui jugando con una rueda de coche y riendo a carcajada limpia en mitad de la nada de un desierto convertido en su casa. Veo también el vídeo en el que come lentejas con las manos y me dice a cámara: ‘Mireia, están muy bueníssimas’. Entonces reconecto con la esencia. Pienso en los que, tal vez, vecinos de mi propio barrio, no tienen la suerte que yo tengo. Porque pese a todo lo anterior, aún hay que agradecer que pueda pagar un alquiler, tener dos perras que son como dos hijas más, salir a cenar un viernes o pedir a un restaurante comida para llevar un sábado después de venir de trabajar y estar cansadísima por llevar semanas sin ni un día de descanso. Suerte la mía, que además, trabajo de lo que estudié y me encanta, de poder pagar mi cuota de autónomo y mis IVAs, de estar calentita y seca mientras llueve fuera, etc. Y entonces tras todos estos pensamientos y las charlas con mi mejor compañero de equipo, tomamos la decisión sensata de esperar, de no tener prisa, de seguir sembrando semillas, de aceptar que en esta sociedad injusta hay quienes juegan con la ventaja de tener redes para pescar, mientras nosotros tenemos una simple caña. No pasa nada, con la paciencia, armamos un Plan Z, porque ya hemos gastado todo el abecedario. La Z es esa letra que te permite seguir trabajando cada día, ahorrando cada día sin juzgarte a ti mismo el tiempo que tardas, ni compararte con nadie ni de tu generación ni mucho menos con las anteriores, de entender que cada cosa en la vida tiene su ritmo y su tiempo. La Z es el último recurso posible, pero es cierto que el abecedario puede volverse a leer de nuevo desde la A.
Así que aquí estoy hoy, con el nuevo Plan Z en marcha, escribiendo pensamientos antes de ponerme a trabajar y pescar peces lentamente. La lluvia sigue cayendo y la taza humeante se ha vaciado ya. Voy a por otra.