Es miércoles, y se oyen las gotas de lluvia caer sobre el
asfalto y los paraguas. Mi taza de café humeante me acompaña, como cada mañana.
Ha vuelto la calma, aunque en el cielo se vislumbre tormenta. Nos hicieron
soñar y creer que todo era posible. Que con unas manos trabajadoras y un
cerebro lleno de información y poca practicidad, seríamos los reyes de nuestras
vidas. Conseguiríamos una casa, un coche, mil viajes, que disfrutaríamos de la
vida con las posibilidades por las que lucharon y se manifestaron nuestros
abuelos. Pero mis dos abuelos perecieron, y con ellos parece que también murió
todo por lo que lucharon. Nos topamos con la realidad contraria. El
neoliberalismo nos vendió una publicidad falsa, unas promesas que no se van a
cumplir. Y aunque soy consciente cada día de mi vida, a veces, sin quererlo, te
tropiezas con algunas piedras que te recuerdan, que pese a tu actitud no todo
es tan bonito como creías. Te tropiezas con la dificultad fulgurante de que con
30 años no te puedas permitir, en pareja, y con una situación de estabilidad,
más por uno que por otro, comprarte una casa. Derecho de cualquier ciudadano,
el derecho a la vivienda, a vivir con paz y tranquilidad. Entonces esa piedra
me recuerda que mi generación, con alguna excepción suertuda, se incorporó
tarde al mercado laboral, porque la crisis que nos tocó vivir lastró las
promesas que nos hicieron. Cuando, algunos de nosotros, tampoco todos, nos incorporamos
al trabajo, nos encontramos con sueldos bajos, lejos de tener nada que ver con
la sobre preparación que se nos ha exigido y se nos sigue exigiendo. Esto mermó
las posibilidades ahorrativas de los jóvenes, que como hoy yo, se plantean
comprar una casa y/o formar una familia. No se valora nada más allá de lo
económico. Me enamora mi trabajo, pero no se valora que trabaje bastantes fines
de semana, que me recorra la geografía, que sepa valenciano, castellano, inglés
y si hace falta saque el poco francés oxidado que me queda del instituto. Que
sepa locutar, montar vídeos, escribir textos, maquetar…Que sea periodista y
haga un 60% de tareas que nada tienen que ver con el periodismo, porque hay que
poder pagar facturas, comer y vivir. Porque no es importante que mi pareja cree
con su empresa puestos de trabajo ni que yo desde mi humilde rincón de la
comunicación trabaje cada día por mejorar la sociedad y visibilizar a las
personas más estigmatizadas. Porque esto no tiene valor, el valor está en los
ingresos que uno tiene, en las monedas que hay en el banco, en los ahorros que son
a veces imposibles y otras muy complicados de conseguir. Se nos sigue exigiendo
ganar más, tener más. Y tu valía como persona, como trabajador no es ni
secundario, ni terciario…porque queda a la cola de cualquier lista de
prioridades. Y me enfado, me indigno y me cabreo. Entonces me detengo a ver el
vídeo que me manda mi hijo saharaui jugando con una rueda de coche y riendo a
carcajada limpia en mitad de la nada de un desierto convertido en su casa. Veo
también el vídeo en el que come lentejas con las manos y me dice a cámara: ‘Mireia,
están muy bueníssimas’. Entonces reconecto con la esencia. Pienso en los que,
tal vez, vecinos de mi propio barrio, no tienen la suerte que yo tengo. Porque
pese a todo lo anterior, aún hay que agradecer que pueda pagar un alquiler,
tener dos perras que son como dos hijas más, salir a cenar un viernes o pedir a
un restaurante comida para llevar un sábado después de venir de trabajar y
estar cansadísima por llevar semanas sin ni un día de descanso. Suerte la mía,
que además, trabajo de lo que estudié y me encanta, de poder pagar mi cuota de
autónomo y mis IVAs, de estar calentita y seca mientras llueve fuera, etc. Y
entonces tras todos estos pensamientos y las charlas con mi mejor compañero de
equipo, tomamos la decisión sensata de esperar, de no tener prisa, de seguir
sembrando semillas, de aceptar que en esta sociedad injusta hay quienes juegan
con la ventaja de tener redes para pescar, mientras nosotros tenemos una simple
caña. No pasa nada, con la paciencia, armamos un Plan Z, porque ya hemos
gastado todo el abecedario. La Z es esa letra que te permite seguir trabajando
cada día, ahorrando cada día sin juzgarte a ti mismo el tiempo que tardas, ni
compararte con nadie ni de tu generación ni mucho menos con las anteriores, de
entender que cada cosa en la vida tiene su ritmo y su tiempo. La Z es el último
recurso posible, pero es cierto que el abecedario puede volverse a leer de
nuevo desde la A.
Así que aquí estoy hoy, con el nuevo Plan Z en marcha, escribiendo
pensamientos antes de ponerme a trabajar y pescar peces lentamente. La lluvia
sigue cayendo y la taza humeante se ha vaciado ya. Voy a por otra.
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