En este pequeño espacio, que ya siento como mío, por la
complejidad de los momentos vividos y por la compañía íntima que lo acompaña,
siento a veces el goteo único que cae sobre la madera del patio. Ha pasado
mucho pero poco tiempo a la vez. He vivido mucho pero no lo suficiente aquí.
Tengo ganas del reencuentro. De la sensatez de mi mente, que aquí siento perder
entre el frío viento diario. Ahora mi corazón se ha pixelado en forma de todos
los que conozco de allí y he conocido aquí. Esta rica ciudad gracias a la cual me llevo un poco de cada país del mundo sin haber viajado a penas.
Aunque no puedo negar lo evidente, aunque me guste andar
entre autobuses rojos y gente de colores, mi corazón pertenece al mundo entero
y una gran parte de él está forjado de puentes y palmeras. Yo me enamoro de las
personas y de los lugares. Y si a una persona la conozco en un lugar, el
recuerdo es para siempre. Y si me enamoro de alguien en un lugar, el amor es
eterno. Como el volar de las palomas. Como la libertad que siento al volar
sobre las nubes. Como las lágrimas que corren por mi cara cuando recuerdo un
abrazo de alguien que está lejos. Ahora que estoy entre autobuses, echo de menos
los puentes y palmeras. Y cuando esté entre las olas, los puentes y palmeras,
lloraré por ausencia. Por ausencia enriquecedora de lo que aporta un mundo
multicultural, donde mis amigos son tantos como rayas hay en un mapa.
Porque no todo el mundo puede decir que tiene amigos en (o
de) Japón, Australia, Italia, India, Hungría, Francia, Polonia.
Por eso y porque ya lo dijo Samuel Jonhson: