Se acerca la noche espeluznante de almas en pena vagando por
las calles de aceras maltrechas. La luna se prepara para esconderse tras su
manta de carbón. Por el momento el cielo solo muestra signos y rastro del paso
de miles de pasajeros que volando surcan esta tierra húmeda y verde. Mientras,
el colapso del sonido de la urbe invade el silencio nocturno y nos ayuda a
adaptarnos a la nueva vida. En mi cabeza se repite su vocecita dulce e
inocente, tocada por una situación difícil y una infancia plagada de excesiva
permisividad. ‘Daaad’, repite una y otra vez con ese tono de canción
pegadiza. Su homólogo lleva horas y
días, aunque intuyo también que semanas
y meses, ante las teclas desgastadas de un ordenador. Con un tic nervioso que
inquieta, con un movimiento de manos que avasalla las letras, con unos
mordiscos extraños que hacen entrever la fragilidad de una personalidad
vacilona y mal educada. Un modo rudo de alejarse de la realidad.
Al despertar de mi sueño sin dormir, sigo en el doble
autobús rojo viendo pasar árboles verdes, parques con vida salpicados de un
colchón de hojas otoñales y con la poca luz de un atardecer temprano. Aunque
siempre tranquila y alegre de tener la compañía de su mano sobre la mía.