Sus manos están rotas por el frío, blancas por la piel
cortada. Sus ropas están limpias pese a ser viejas y estar desgastadas. Sus
ojos son únicos, nunca sabes si te mira o si simplemente piensa con voz
interior. Su pelo negro contrasta con el color de fondo de un supermercado de
colores estridentes. La observo siempre y ella me responde con sonrisas color
chocolate de las que hacen brillar el mundo. A veces adorna su cabeza un
pañuelo largo. Sé que está allí obligada por alguien que la considera de su
propiedad. Cuando habla, piensas que en el mundo hay gente buena, aunque su
mente no le permita alcanzar un profundo conocimiento sobre nada en particular.
Alinka pasa allí las mañanas y las tardes, saludando a todos
los que pasan para conseguir una moneda que no se quedará porque no es libre.
En el fondo, tras esa mirada desviada y perdida, sabe que se aprovechan de
ella. Sabe que la vida no ha sido justa con sus múltiples sonrisas dulzonas.
Algunos la miran con desprecio. No la quieren conocer. Una
lástima. Ayer Alinka me miró con esa sonrisa, ayer con sabor a chocolate a la
taza porque llovía. Me habló a cambio de nada, pese a lo que muchos creen. Me
dijo su nombre, me preguntó el mío y compartimos escasos minutos de
conversación. Me preguntó dónde estaba mi madre, a la que no conoce, y supe que
su progenitora es la dueña que desde hace mucho sé que tiene.
Mientras me alejaba en mi bicicleta, dejaba atrás, sentada
en una caja de plástico, a una persona tierna. Feliz por todo, amiga por nada.
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