Y las nubes se deshacen en finos hilos. Se corroen al pasar
el agua entre sus algodones de azúcar blanquecino. Se dividen entre los poros
invisibles y rompen en miles de gotas que caen precipitadamente hacia abajo. Y
viajan entre las rocas, los árboles, los ríos y los cabellos del que anda sin
paraguas. Y se pintan de colores. Algunos ininteligibles para nuestros ojos
humanos, otros bellísimos para nuestras pupilas humanizadas. Y se derraman
sobre los lagos lejanos, sobre la margarita silvestre, sobre mi cara pálida. Y
salen septibarrados como cada cien mil años cuando se entrecruza el agua con la
luz del cielo. Y aparece ese único paisaje imborrable, que dura segundos, que
permanece eternidades. Y ahora las bellas manchas del cielo vuelan y
desaparecen de mi ventana, volviendo el sol y mi mirada blanca.
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