Hace años que dejaste de hablar, que decidiste estar sin
estar. Puede que fuese aquel verano en el que no fuimos más a jugar con muñecas
e imaginar una ciudad. Tal vez fue aquel mes de julio en el que no nos pudiste
mostrar un nido con huevos o el panal abandonado de unas abejas. Quizás fue
cuando el carruaje del tractor anaranjado dejó de llevarnos y la piscina pasó a
aburrirse sin salpicar a nadie. Es posible que fuese entonces cuando poco a
poco tu voz se fue apagando y solo queda parte de ella con sonrisa en tus
labios ya mayores y arrugados, cuando ves a mi hermano.
Y ahora siento como si el tiempo se fuese terminando. Tu voz
más débil, tu escucha selectiva, tu cara apasada y larguirucha, las historias
olvidadas o guardadas y ese marcapasos que apenas puede ya bombear un corazón
sobrecargado.
Y es ahora tras algunos años de olvido, cuando me asusta la
muerte más cercana. Porque creo que está avisando inminencia. Y recuerdo
los veranos, tus inventos, los columpios. Todo en tus manos.
Desde la distancia he visto cómo te has ido apagando, cómo
alguien ha ido apagando tu luz y cómo para ti nada tiene sentido porque no
decides. Por eso, ahora, lejos de mi infancia, echo de menos esa gran parte de
cariño y sabiduría adulta avanzada.
Hace tiempo que lo perdí,
a mi abuelo, a mi infancia, pero me gustaría recuperarlo, para que
cuando su corazón deje de bombear vida, yo me sienta un poco menos triste. Solo
un poco.
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