Solo se escucha el mar y el viento meterse entre los
recovecos de mis orejas. Suena fuerte porque voy montada en bicicleta. Sigo
avanzando bajo un sol de verano tardío, con la cesta llena de esperanza y
buenos recuerdos de infancia al ver el paseo por el que discurro. Veo a lo
lejos un padre acompañado de dos bicicletas rosas. Cierro los ojos un segundo
para percibir lo que mi mirada no me permite. Poco tiempo, el suficiente, pero
el imprescindible para no ladearme hacia un abismo en forma de bache o banco o
palmera en mitad del camino. Oigo un gemido de rueda falta de aceite, y no soy
yo. Abro los ojos y veo a la pequeña con piernas abiertas, pedaleando
patosamente con unas mallas estampadas de flores. Sus dos coletas vuelan hacia
atrás y le da ese aire tan infantil y gracioso, que solo las niñas melladas de
sonrisa enorme infunden en tu corazón.
Con su bicicleta de ruedines enseña sus hazañas al conseguir ir hacia su
hermana sin manos. Y su padre sonríe en esta mañana de sábado que le regala la
dura semana de trabajo. Un espacio limitado, un momento exacto pero una
felicidad eterna al poder compartir un paseo con sus dos pequeñas. Las dos
corren ya por el final del paseo en una carrera injusta, en la que la más mayor
gana sobre una bici de dos ruedas y un saludo a dos brazos saludando a su
padre, que ríe y niega con la cabeza. Ahora escucho las risas y el chirriar de
las ruedas de cerca. Paso por su lado y me sonríe la inocencia.
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