Me levanté esa mañana como los mensajes de los sobrecitos de
azúcar. Filósofa y alejada del cálculo
infinitesimal de los minutos de la vida. Queriendo escapar con mi transporte a
dos ruedas. Queriendo perderme bajo la sombra de un árbol escondido en el
desierto y movido por una corriente de aire por haber dejado la puerta abierta.
Salí a la calle, sabiendo que no tenía tiempo de saciar mi
necesidad, pero contagiada del positivismo que esas páginas llenas de secretos
enmascaran.
Mi acción debería ser empatizar con los iguales que algunos
consideran distintos, escuchar sus historia y contagiarme de sus ganas de
mejorar. A cada palabra pronunciada me sorprende su dedicación, su
supervivencia.
Me pregunto el porqué de mi tristeza pasajera ante la
evidencia de un mundo cruel que ha decidido que yo no sea la elegida para nacer
en una familia de once hermanos, sin recursos ni posibilidades de encontrar
trabajo, ni recibir una educación o tomarse una simple aspirina ante un dolor
de cabeza. Me pregunto cómo esbozan ante mí esa preciosa sonrisa llena de
alegría, si sus ropajes incrementan la tristeza de su alma tachada de
decadencia por la sociedad adormecida ante las historias duras.
He decidido autoayudarme a comprender a los demás y dejar de
preocuparme de mí misma. He pensado que la mejor manera de dejar de escribir
palabras tristes es recibir historias de superación para demostrarme que el ser
humano cuando quiere puede, aunque no siempre que pueda, deba.
Porque sus ojos oscuros y brillantes, saben que los míos
azules, comprenden la igualdad de dos colores de piel distintos. Porque la
mente es la misma. Porque la sed es la misma.
El sobrecito de azúcar que me tomé con el café antes de entrar a entrevistar a inmigrantes tenía razón: "El mundo es injusto porque todos somos iguales"
Déu meu Mire, qué bon text.
ResponderEliminarEnhorabona per aconseguir superar-te cada vegada més. I això que és difícil.
T'estime.